17.8.15

"Sed" en E-book

Ayer mismo terminé de hacer la conversión de mi novela a formato .mobi y .epub para que puedan comprarla online y disfrutarla (o sufrirla) en sus respectivos E-readers =)
En cuanto tenga más información al respecto (cómo comprarlo a nivel nacional e internacional y su costo) se los informaré. Espero que sea en breve.
Muchas gracias por seguir ahí pese a los silencios.

22.6.14

Vórtex


Imagen: El dibujo es mío.


El niño tironeó con fuerza  de la manga de su madre para intentar atraer su atención. En mitad de la ancha avenida una especie de carroza como las del carnaval avanzaba con lenta ceremonia, al principio en silencio, luego soltando notas metálicas de vez en cuando. La madre se hallaba enfrascada en una conversación por su celular, los tirones de manga no eran suficiente estímulo para mirar lo que su hijo señalaba.

El joven había salido apurado del trabajo  para evitar el tráfico de la hora pico y una gigantesca lancha con ruedas avanzaba delante de él con la velocidad de una tortuga. Él no oía el tintineo metálico que semejaba una caja musical debido a que no dejaba de hacer sonar la bocina ni un segundo para demostrarle al mundo lo apurado que estaba.

El viejo despertó sobresaltado, desde que había alquilado el departamento en el centro de la ciudad esos despertares eran muy corrientes. Las persianas estaban bajas para mantener alejados tanto la luz del sol como los sonidos urbanos característicos, pero esta vez no había sido suficiente precaución. Una música alegre sonaba en las calles, en medio del centenar de bocinas exasperadas que luchaban por silenciarla. El viejo subió la persiana con gran esfuerzo, la curiosidad había vencido al sueño.

-¡Mami, mami! ¡Mirá! ¡Mami mirá!- el niño ya zarandeaba el brazo de su madre que tuvo que interrumpir la conversación para poder meterle un sopapo como Dios manda a ese pendejo insoportable.
-¡Pará un poco, Luciano! ¿No ves que estaba hablando por teléfono? ¿Qué carajo querés ahora?
La cabeza de Luciano estaba acostumbrada a los sopapos y la ansiedad porque la carroza multicolor se alejaba lo sumía en un silencioso frenesí que logró arrastrar a su madre hacia el origen del bullicio. Justo cuando llegaron cerca del vehículo unas compuertas se abrieron en la parte superior del mismo dejando escapar centenares de globos que poblaron el cielo.

El joven, que se había hartado de tocar bocina, ahora insultaba a los gritos con las ventanillas bajas, señalando los globos que rebotaban y se enganchaban en todas partes, culpando de todas sus desgracias a “esa manga de putos que se cree que puede improvisar un desfile de putos donde quiera y cuando quiera, cagándose en el resto de las personas normales”.
En ese momento, de entre los globos asomaron cuatro figuras de absurdo colorido y gigantesca sonrisa. Una de ellas clavó su mirada en el joven dejándolo mudo e inmóvil, amplió su sonrisa y le arrojó una flor de papel de color rojo que aterrizó en el parabrisas. El volumen de la musiquita comenzaba a elevarse.

En cuanto el viejo asomado a la ventana vio surgir a los payasos de esa especie de acorazado multicolor, una sensación extraña se apoderó de su mente. Era como si estuviese reviviendo una de sus antiguas alucinaciones, y estaba seguro de que el cansancio no tenía influencia en esa percepción, sentía como si se hubiera disparado una alarma silenciosa dentro de él, todo su ser se hallaba en estado de alerta.
Los payasos habían comenzado a arrojar cosas a su alrededor sobre los autos y las personas, si bien no alcanzaba a distinguir qué, podía notar que eran livianas y de color rojo. La inquietud en su interior no decrecía sino todo lo contrario, sentía las manos crispadas y las sienes comenzaron a  latirle a medida que aquel tintineo metálico se aceleraba. Sus manos buscaron algo en la penumbra, lo hallaron y se aferraron a eso con fuerza como si fuese un talismán intentando controlar su respiración nuevamente.

El fastidio de la madre de Luciano era más que evidente, la alegría del niño sumido en el ambiente festivo que emanaba de aquel armatoste la ponía de pésimo humor. Quería llegar a casa, enchufarle el nene a su madre y empezar los preparativos para la fiesta del sábado en la que planeaba drogarse hasta olvidar su propio nombre.
Una flor de papel aterrizó sobre su pecho, el golpe no llegó a dolerle pero fue lo bastante brusco como para molestarla aún más. Alzó la vista mientras le daba la flor al mocoso emocionado que saltaba a su lado y se sobresaltó al descubrir la mirada que se clavaba en ella, detrás del exceso de maquillaje que comenzaba a borronearse por el sudor, un par de ojos fríos y calculadores la miraban fijamente.
Oyó a Luciano chillar y se disponía a calmarle la histeria con un nuevo sopapo cuando descubrió el temor en los ojos del niño y sintió su propio temor reflejado.

El joven apretó el volante hasta que sus dedos se volvieron pálidos. La sonrisa sádica y colorida que relucía frente a él parecía surgida de sus peores pesadillas, esas en las que irremediablemente el monstruo se devoraba a su madre ante sus propios aterrorizados gritos. Sentía el sudor correr por sus mejillas, los ojos le pesaban, le costaba respirar, su percepción de los alrededores comenzaba a distorsionarse conforme el miedo trepaba por su pecho con unas garras afiladísimas. El auto se convirtió en una trampa, tuvo la impostergable necesidad de salir de allí, sin embargo, el aire fresco en el rostro fue sólo un alivio momentáneo, antes de que pudiese respirar hondo el horror ya se había desencadenado. Su mente frágil se quiso aferrar a algún recuerdo de la infancia, a un lugar confortable, cálido, lejano, pero apenas cerró los ojos para escapar de las imágenes que lo rodeaban, la bestia sonriente volvía a devorar a su madre. Los abrió para volver a escapar; los colores, el frenesí musical y las escenas que se superponían ante él formaron un torbellino que arrasó con sus restos de cordura.

El viejo observaba desde la ventana con la mandíbula fuertemente apretada, sus ojos se mantenían alertas e iban siguiendo los acontecimientos con premeditación. Después de arrojar los papeles rojos, sonreír a diestra y siniestra con sus bocas dibujadas y hacer reverencias a quienes quisieran mirar, los payasos se habían quedado quietos unos segundos. En ese momento el viejo pensó “Están eligiendo cada uno su presa… están midiéndolas”, la música se estiró es una sola nota estridente y para cuando retomó el loco tintineo desenfrenado, los bufones se pusieron en acción. Cada uno sustrajo del hueco del que emergía un arma a elección y dio comienzo la brutal carnicería.

Luciano aferraba con toda su fuerza la pierna de su madre, le clavaba dedos y uñas, no dejaba de chillar y escondía el rostro hinchado y mocoso entre los pliegues de la pollera para dejar de ver los rostros demoníacos que se habían puesto los payasos. Su madre intentaba correr y tironeaba de los pelos de su hijo para que dejara de actuar como lastre y le permitiera aumentar la velocidad. Entre la música demencial que perforaba sus oídos comenzaron a escucharse explosiones aisladas. Habiendo visto lo que enarbolaba cada uno de aquellos monstruos sonrientes no tenía ninguna duda del origen de los estallidos. La gente a su alrededor gritaba y corría presa del pánico más primitivo, nadie quería morir de esa manera tan ridícula. En la mente de la mujer que corría con su hijo aferrado a una pierna, el único pensamiento que rebotaba idiota sin cesar era que no podría asistir a la fiesta del sábado si no salía de allí cuanto antes.
Sintió un golpe en la espalda, una especie de quemazón repentina y un dolor insoportable, sus piernas no respondieron y el suelo de pronto comenzó a elevarse al encuentro de su rostro. Los gritos de Luciano se hicieron aún más estridentes. El pensamiento cambió. “Por qué no te callás de una vez, pendejo de mierda.”

El joven había resbalado lentamente hasta quedar sentado en la calle con la espalda apoyada en la rueda delantera de su auto último modelo. En su cabeza sólo sentía un grito sin voz, constante, ensordecedor. Sus ojos no sabían hacia dónde mirar, había gente tropezándose con otra gente o con vehículos abandonados, gente cayendo con la cabeza destrozada, pisoteada por quienes huían del mismo destino. Una mujer que arrastraba a su hijo pasó por delante del joven, los gritos del niño restauraron su vínculo con los sonidos del mundo exterior y pronto deseó que eso no hubiera sucedido. Un disparo en la espalda hizo caer a la madre de bruces en el asfalto, el niño comenzó a sacudirla gritando con más intensidad. Uno de los monstruos coloridos se abrió paso entre la multitud con su demencial sonrisa brillando bajo el sol, se acercó a la mujer derrumbada y la tocó con la punta de su gran zapato para comprobar si aún respiraba. El joven cerró los ojos con fuerza. “Por favor no, otra vez no, mamá, no, por favor, basta. No, no, mamá, por favor…”

El viejo sopesaba la posibilidad de que todo aquello no fuera más que una nueva alucinación. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que irrumpieran en su mente, no había vuelto a suceder desde que le dieran el alta. No recordaba cuánto tiempo había transcurrido desde entonces, su cabeza funcionaba diferente después del encierro. ¿Cómo saber si con su nueva manera de pensar las visiones podían ser así de vívidas, así de realistas?
Los payasos habían comenzado a disparar y las víctimas caían como moscas, pero no mataban a quienes estaban cerca, no parecía una cuestión de azar. ¿Con qué criterio los elegían?
Sin darse cuenta, el viejo había sacado de entre las sombras aquello que sus manos aferraban y lo apoyaba ahora en el marco de la ventana. Sus ojos se posaron en el arma, su mente no formuló preguntas, simplemente aceptó las circunstancias y no fue necesario tomar la decisión. Acercó el ojo a la mira y comenzó a disparar con precisión, haciendo caer uno a uno a los engendros malignos que desataran una masacre absurda. Los payasos no huyeron, fueron menguando su número de a poco, tampoco detuvieron su actuación, parecían movidos por una voluntad que estuviera más allá de ellos, como si no llevasen las riendas de sus propios actos.
El viejo sobrevoló con la mira el desastroso escenario en que se había transformado la ancha avenida, buscaba colores chillones, bocas despiadadas. Ubicó al último que quedaba en pie, estaba parado junto a un niño de ojos horriblemente hinchados, el engendro parecía estudiar con avidez a un joven que ocultaba su cabeza entre los brazos, como si de esa manera pudiese huir de allí. Algo en la escena lo obligó a observar y esperar.

Luciano estaba sentado en la calle junto al cadáver de su madre, el monstruo que se la había arrebatado continuaba parado a su lado pero fijaba su atención en un hombre que temblaba pegado a la rueda de un auto. El niño ya no lloraba, un vacío inmenso se había apoderado de su pecho y le impedía moverse de allí, su mirada alternaba entre el ser grotesco disfrazado de payaso y el hombre aterrado que no quería escapar de una muerte segura. Lo comprendía sin necesidad de palabras, él tampoco quería moverse pero su situación era diferente, no se sentía en peligro ya, el momento de su riesgo de muerte había pasado, algo más horrible aún estaba a punto de sucederle a ese hombre, algo que debía pasar irremediablemente. Los pensamientos se ordenaron así en su cabeza y Luciano los aceptó como la única verdad. Un reflejo lo hizo parpadear y buscó con la vista su proveniencia. En la ventana de un edificio pudo ver a un hombre con un arma que apuntaba en aquella dirección. Ya había matado a todos los demás payasos pero no se decidía por apretar el gatillo por última vez. Era lógico, aún no era el momento. Por las dudas que aquel hombre no lo supiera, Luciano miró con intensidad el origen del reflejo y negó lenta pero pronunciadamente con la cabeza.

El joven no podía dejar de temblar, nada le importaba en el mundo en ese momento más que mantener los ojos cerrados. A su alrededor había cesado casi todo el bullicio de la masacre, sin embargo podía oír la pesada respiración del demonio que se rehusaba a alejarse. Era igual que en su pesadilla, luego de devorar a su madre el monstruo se quedaba allí impasible, observando… ¿qué? No podía recordarlo. Ella no había sido una buena mamá, él era consciente de ello, pero era la única que tenía ¿por qué tenían que quitársela entonces…? Y ahora de nuevo… abrió la boca y gritó con todas sus fuerzas:
-¿POR QUÉ NO ME MATÁS DE UNA PUTA VEZ?
El monstruo se acercó más, lo tomó por las muñecas y lo obligó a descubrirse el rostro, que se contrajo de asco y desesperación al sentir el fétido aliento que le era respirado rítmicamente. El joven sintió una sensación de urgencia en su mente y no pudo mantener los ojos cerrados, la criatura que lo observaba parecía trasmitir un mensaje silencioso “VIVE”, “SUFRE”, “RECUERDA”. Abrió los ojos muy grandes y su mente comenzó a gritar sin control y sin freno.

-¿POR QUÉ NO ME MATÁS DE UNA PUTA VEZ?
Las palabras golpearon al viejo en el pecho, se le nubló la vista y las lágrimas desbordaron sus ojos, perdiendo el objetivo en que había centrado la mira. Un miedo infantil atenazó sus miembros que se paralizaron, enjugó las lágrimas, buscó al niño con la mira, pero éste había desaparecido. Volvió a centrar su atención en el payaso que parecía estar hipnotizando al joven en mitad de la avenida y durante ese interminable intercambio de miradas su mente susurró las palabras “vive”, “sufre”, “recuerda” y las lágrimas volvieron a aflorar. Por un instante su cerebro amenazó con colapsar, como si un gigantesco resplandor pretendiera cegarlo, borrar todo su mundo. Luchó contra ello, era su deber, si aquello lo vencía todo habría sido en vano. Respiró hondo, parpadeó repetidas veces enfocando la vista y volvió a observar a través de la mira. El joven también había desaparecido, sólo quedaba en pie el último bufón despreciable escrutando a su alrededor, buscando nuevas víctimas. No podía permitirlo, una certeza determinante le devolvió a sus manos la firmeza necesaria. Los hechos anteriores habían sido de alguna manera orquestados para suceder, pero el límite era ahora, el límite era él, ese era su destino.
Apuntó a la cabeza de la que sobresalían mechones de color fucsia y sin vacilar apretó el gatillo. Disfrutó el momento, vio caer despatarrada a la grotesca figura y sintió los labios curvándosele en una sonrisa. No recordaba la última vez que había sonreído. Soltó el arma y caminó con lentitud hasta su cama, sus músculos se relajaron y casi cayó sobre el colchón. Las lágrimas afloraron al instante, amargas, liberadoras. Lloró por todo y por todos. Por sus recuerdos perdidos, por sus padres olvidados, por todos aquellos que tuvo que ser para llegar a estar ahí en ese momento, porque fuera necesaria esa especie de castigo superior para extraer los elementos nocivos que estaban destruyendo la sociedad. Se sintió un poco asqueado de ser un mero instrumento quirúrgico.
Oyó golpes autoritarios llamando a su puerta, los conocía de memoria, torpes, apresurados, tardíos, ignorantes. Lo inculparían de todo, la masacre de principio a fin, si los payasos continuaban tirados en las calles serían sus cómplices, si habían desaparecido sería el único autor intelectual y material.
Suspiró y con una sonrisa permitió que la oscuridad lo devorara sin ofrecer resistencia alguna. Tiraron la puerta abajo, lo arrastraron fuera de su vivienda junto con el rifle apostado aún en la ventana, volvieron a encerrarlo en un rincón oscuro, sin embrago el anciano no dejaba de sonreír. Su confinamiento sería pacífico y silencioso como no lo había sido ningún otro momento de su vida. Había llegado al final de un tortuoso camino trazado a fuego en su alma como un mapa, su ineludible misión le había costado mucho dolor y desesperación, pero la nueva página estaba en blanco… y tenía la intención de que permaneciera así.
Se sentó en el suelo en mitad de su celda, con las piernas cruzadas, cerró los ojos e inspiró profundamente por última vez.

5 - La última pieza.


El sonido fue ensordecedor, Octavio parpadeó repetidas veces mientras una absurda sucesión de teorías atropellaba su mente, paseó la vista por la plaza debajo suyo buscando un cuerpo desplomado y la consiguiente escena de pánico en que todos comenzaban a correr alejándose del cadáver. Nadie. Claro que no, no tenía sentido, si todavía no apretaba el gatillo ni una sola vez, no había elegido cuál sería su primer víctima del día. Sin embargo las palomas habían volado espantadas, no había sido fruto de su imaginación. El vuelo de las palomas formaba parte del ritual, igual que los gritos, las corridas, la gente cayendo como moscas, era su ritual, sabía cómo llevarlo a cabo, era lo mejor que sabía hacer… pero esta vez era distinto, el  rompecabezas se armaba solo y él no encajaba las piezas.
Entonces olió la pólvora y el dolor lo golpeó de imprevisto, sintió la sangre caliente resbalando por la sien y cayó sobre su costado intentando enfocar la vista en la figura que proyectaba una sombra encima de él. Tosió y el dolor hizo estallar el mundo, el gusto a sangre en la boca le produjo arcadas. No podía ser quien creía, él estaba en una cama, muriendo, como todo el mundo pero aceleradamente, no podía estar allí a su lado… no podía haberle disparado… no tenía las fuerzas suficientes y tampoco le importaban sus acciones, nunca le habían importado.
-Alguien tenía que hacerlo, alguien… tenía que detenerte. Ya está, todo estará bien ahora, hijo, no volveré a dejarte solo, vamos a casa...- la figura se sentó a su lado temblando por el esfuerzo y le sostuvo la cabeza entre los brazos hasta que los ojos de ambos se fueron apagando mientras las lágrimas se entremezclaban con la sangre.